Qué suerte la de aquel americano…
Vivir en la Alhambra y empaparse de las historias y leyendas que le contaban los lugareños no podría terminar en otra cosa que no fuese una obra de obligada lectura, sin excusas.
A Irving lo trajo a España la
carrera diplomática (incluso llegó a ser embajador), pero acabó convirtiéndose
en un hispanista de primer nivel y más tarde en un exitoso escritor, poniendo
la guinda a su trayectoria con la voluminosa biografía de George Washington.
Aquí dejamos uno de los relatos
incluidos en “Cuentos de la Alambra”, que por cierto, son de domino público.
“Hubo en otro tiempo en Granada un pobre
albañil o enladrillador, que guardaba todos los domingos y días de los santos,
incluso San Lunes, y a pesar de toda su devoción vivía cada vez más pobre y
apenas si podía ganar el pan para su numerosa familia. Una noche fue despertado
en su primer sueño por unos golpes en la puerta. Abrió y se encontró frente a
un cura alto, flaco y de aspecto cadavérico.
- ¡Oye, buen amigo! -dijo el desconocido-. He
observado que eres buen cristiano en quien poder confiar. ¿Quieres hacerme un
pequeño trabajo esta misma noche?
- Con muchísimo gusto, señor padre, con tal
que cobre como corresponde.
- Así será; pero has de consentir que te
vende los ojos.
A esto no opuso ningún reparo el albañil.
Así, pues, vendados los ojos, fue conducido por el cura a través de varias
retorcidas callejuelas y tortuosos pasajes, hasta que se detuvo ante el portal
de una casa. El cura sacó la llave, giró una chirriante cerradura y abrió lo
que por el sonido parecía una pesada puerta. Cuando entraron, cerró, echó el
cerrojo y el albañil fue conducido por un resonante corredor y una espaciosa
sala a la parte interior del edificio. Allí le fue quitada la venda de los ojos
y se encontró en un patio, alumbrado apenas por una lámpara solitaria. En el
centro se veía la seca taza de una vieja fuente morisca, bajo la cual le pidió
el cura que formase una pequeña bóveda; a tal fin, tenía a mano ladrillos y
mezcla. Trabajó, pues, toda la noche, pero sin que acabase la faena. Un poco
antes del amanecer, el cura le puso una moneda de oro en la mano y, habiéndolo
vendado de nuevo, lo condujo a su morada.
-
¿Estás conforme -le dijo- en volver a completar tu tarea?
- Con mucho gusto, señor padre, puesto que se
me paga tan bien.
- Bien; entonces, volveré mañana de nuevo a
medianoche. Así lo hizo y la bóveda quedó terminada.
-
Ahora -le dijo el cura- debes ayudarme a traer los cadáveres que han de
enterrarse en esta bóveda.
Al pobre albañil se le erizaron los cabellos
cuando oyó estas palabras. Con pasos temblorosos siguió al cura hasta una
apartada habitación de la casa, en espera de encontrarse algún espantoso y
macabro espectáculo; pero se tranquilizó al ver tres o cuatro grandes orzas
apoyadas en un rincón, que él supuso llenas de dinero.
Entre él y el cura las transportaron con gran
esfuerzo y las encerraron en su tumba. La bóveda fue tapiada, restaurado el
pavimento y borradas todas las señales del trabajo. El albañil, vendado otra
vez, fue sacado por un camino distinto del que antes había hecho. Luego que
anduvieron bastante tiempo por un complicado laberinto de callejuelas y
pasadizos, se detuvieron. Entonces, el cura puso en sus manos dos piezas de
oro.
- Espera aquí -le dijo el cura- hasta que
oigas la campana de la catedral tocar a maitines. Si te atreves a destapar tus
ojos antes de esa hora, te sucederá una desgracia.
Dicho esto, se alejó. El albañil esperó
fielmente y se distrajo en sopesar las monedas de oro en su manos y en sonarlas
una contra otra. En el momento en que la campana de la catedral lanzó su
matutina llamada, se descubrió los ojos y vio que se encontraba a orillas del
Genil. Se dirigió a su casa lo más rápidamente posible y se gastó alegremente
con su familia, durante una quincena de días, las ganancias de sus dos noches
de trabajo; después de esto, quedó tan pobre como antes.
Continuó trabajando poco y rezando bastante,
guardando los domingos y días de los santos, un año tras otro, en tanto que su
familia seguía flaca y andrajosa como una tribu de gitanos. Una tarde que
estaba sentado en la puerta de su choza se dirigió a él un viejo, rico y
avariento, conocido propietario de muchas casas y casero tacaño. El acaudalado
individuo lo miró un momento por debajo de sus inquietas y espesas cejas.
- Amigo, me he enterado de que eres muy
pobre.
- No tengo por qué negarlo, señor, pues es
cosa que salta a la vista.
- Supongo, entonces, que te agradará hacer un
trabajillo y que lo harás barato.
- Más barato, señor, que ningún albañil de
Granada.
- Eso es lo que yo quiero. Tengo una casa
vieja que se está viniendo abajo y que me cuesta en reparaciones más de lo que
vale, porque nadie quiere vivir en ella; así que he decidido arreglarla y
mantenerla en pie con el mínimo gasto posible.
El albañil fue conducido a un caserón
abandonado que amenazaba ruina. Pasando por varias salas y cámaras vacías,
penetró en un patio interior, donde atrajo su atención una vieja fuente
morisca. Se quedó sorprendido, pues, como en un sueño, vino a su memoria el
recuerdo de aquel lugar.
- Dígame -preguntó-, ¿quién ocupaba antes
esta casa?
- ¡La peste se lo lleve! -exclamó el
propietario-. Fue un viejo cura avariento que sólo se ocupaba de sí mismo.
Decían que era inmensamente rico y que, al no tener parientes, se pensaba que
dejaría todos sus tesoros a la Iglesia. Murió de repente, y acudieron en tropel
curas y frailes a tomar posesión de su fortuna, pero sólo encontraron unos
pocos ducados en una bolsa de cuero. A mí me ha tocado la peor parte, porque
desde que murió, el viejo sigue ocupando mi casa sin pagar renta, y no hay
forma de aplicarle la ley a un difunto. La gente pretende que se oye todas las
noches un tintineo de oro en la habitación donde dormía el viejo cura, como si
estuviese contando dinero, y en ocasiones, gemidos y lamentos por el patio.
Falsas o verdaderas, estas habladurías han dado mala fama a mi casa y no hay
nadie que quiera vivir en ella.
- Basta -dijo el albañil con firmeza-; permítame vivir en su casa, sin pagar, hasta que se presente mejor inquilino, y yo me comprometo a repararla y a apaciguar el molesto espíritu que la perturba. Soy buen cristiano y hombre pobre y no tengo miedo al mismo diablo, aunque se presente en forma de un talego de dinero.
- Basta -dijo el albañil con firmeza-; permítame vivir en su casa, sin pagar, hasta que se presente mejor inquilino, y yo me comprometo a repararla y a apaciguar el molesto espíritu que la perturba. Soy buen cristiano y hombre pobre y no tengo miedo al mismo diablo, aunque se presente en forma de un talego de dinero.
La oferta del honrado albañil fue de buena
gana aceptada; se trasladó con su familia a la casa y cumplió todos sus
compromisos. Poco a poco fue restaurándola hasta volverla a su primitivo
estado; ya no se oyó más por la noche el tintineo de oro en el dormitorio del
difunto cura, sino que comenzó a oírse de día en el bolsillo del albañil vivo.
En una palabra: aumentó rápidamente su fortuna, con la consiguiente admiración
de todos sus vecinos, y llegó a ser uno de los hombres más ricos de Granada.
dio grandes sumas a la Iglesia sin duda para tranquilizar su conciencia, y
nunca reveló el secreto de la bóveda a su hijo y heredero, hasta que se
encontró en su lecho de muerte.”
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