La obra póstuma del polifacético escritor y diplomático italiano
cumplió el año pasado nada más y nada menos que 500 años. En ella, el autor
desarrolla las estrategias políticas y militares que cualquier gobernante con
vocación de perpetuidad debe conocer y dominar para equilibrar las fuerzas
internas del Estado, afrontar ataques externos o manejar la voluntad del pueblo
en lo que hoy diríamos por “razones de estado”. Tanto la obra como el autor han
sido ampliamente vilipendiados desde el mismo momento de su publicación hasta
el día de hoy (el término “maquiavélico” se utiliza como expresión del mal),
aunque Sartre ya dijo no sin cierta ironía que el “Maquiavelismo es anterior a
Maquiavelo”.
La Iglesia Católica amenazó con
excomunión a todo aquel que leyese el escrito ya en 1560 y a partir de ahí el ataque
frontal a la obra casi se convirtió en un género literario. Pese a ello, no han
sido pocos los gobernantes que han hecho referencia o la han estudiado casi de
forma enfermiza y a veces secreta. De entre todas ellas destacamos la
edición comentada por Napoleón Bonaparte, que atiza y aplaude a partes iguales
las ideas planteadas en el libro.
Aquí, un fragmento de "El Príncipe":
DE QUÉ MODO LOS
PRÍNCIPES DEBEN CUMPLIR SUS PROMESAS
Nadie deja de
comprender cuán digno de alabanza es el príncipe que cumple la palabra dada,
que obra con rectitud y no con doblez; pero la experiencia nos demuestra, por
lo que sucede en nuestros tiempos, que son precisamente los príncipes que han
hecho menos caso de la fe jurada, envuelto a los demás con su astucia y reído
de los que han confiado en su lealtad, los únicos que han realizado grandes
empresas. Digamos primero que hay dos maneras de combatir: una, con las leyes;
otra, con la fuerza. La primera es distintiva del hombre; la segunda, de la
bestia. Pero como a menudo la primera no basta, es forzoso recurrir a la segunda.
Un príncipe debe saber entonces comportarse como bestia y como hombre. Esto es lo
que los antiguos escritores enseñaron a los príncipes de un modo velado cuando
dijeron que Aquiles y muchos otros de los príncipes antiguos fueron confiados
al centauro Quirón para que los criara y educase. Lo cual significa que, como
el preceptor es mitad bestia y mitad hombre, un príncipe debe saber emplear las
cualidades de ambas naturalezas, y que una no puede durar mucho tiempo sin la
otra. De manera que, ya que se ve obligado a comportarse como bestia, conviene
que el príncipe se transforme en zorro y en león, porque el león no sabe
protegerse de las trampas ni el zorro protegerse de los lobos. Hay, pues, que
ser zorro para conocer las trampas y león para espantar a los lobos. Los que
sólo se sirven de las cualidades del león demuestran poca experiencia. Por lo
tanto, un príncipe prudente no debe observar la fe jurada cuando semejante
observancia vaya en contra de sus intereses y cuando hayan desaparecido las
razones que le hicieron prometer. Si los hombres fuesen todos buenos, este
precepto no sería bueno; pero como son perversos, y no la observarían contigo,
tampoco tú debes observarla con ellos. Nunca faltaron a un príncipe razones legitimas
para disfrazar la inobservancia. Se podrían citar innumerables ejemplos modernos
de tratados de paz y promesas vueltos inútiles por la infidelidad de los príncipes.
Que el que mejor ha sabido ser zorro, ése ha triunfado. Pero hay que saber disfrazarse
bien y ser hábil en fingir y en disimular. Los hombres son tan simples y de tal
manera obedecen a las necesidades del momento, que aquel que engaña encontrará siempre
quien se deje engañar.
MAQUIAVELO, N. De qué modo los príncipes deben
cumplir sus promesas, en El Príncipe. Disponible en Amazon: Enlace