Ebano constituye un conjunto de crónicas de viaje del reportero a lo largo de cuatro décadas por el continente negro, esforzándose en mostrar la complejidad de sus gentes, lugares o creencias, huyendo de estereotipos y acercando el “alma” africana al lector occidental. Ryszard Kapuscinski fue un periodista, historiador y escritor polaco que pasó gran parte de su vida como corresponsal en África para la Agencia de Prensa Polaca y fue testigo de primera mano del fin del colonialismo en dicho continente. Rescatamos un fragmento del libro donde el autor realiza una descripción magistral del concepto de “tiempo” y la diferencia en la percepción que del mismo se tiene en las culturas africanas.
Escribe Kapuscinski (2000):
El europeo y el africano tienen un sentido
del tiempo completamente diferente; lo perciben de maneras dispares y sus
actitudes también son distintas. Los europeos están convencidos de que el
tiempo funciona independientemente del hombre, de que su existencia es
objetiva, en cierto modo exterior, que se halla fuera de nosotros y que sus
parámetros son medibles y lineales. Según Newton, el tiempo es absoluto:
«Absoluto, real y matemático, el tiempo transcurre por sí mismo y, gracias a su
naturaleza, transcurre uniforme; y no en función de alguna cosa exterior.» El
europeo se siente como su siervo, depende de él, es su súbdito. Para existir y
funcionar, tiene que observar todas sus férreas e inexorables leyes, sus
encorsetados principios y reglas. Tiene que respetar plazos, fechas, días y
horas. Se mueve dentro de los engranajes del tiempo; no puede existir fuera de
ellos. Y ellos le imponen su rigor, sus normas y exigencias. Entre el hombre y
el tiempo se produce un conflicto insalvable, conflicto que siempre acaba con
la derrota del hombre: el tiempo lo aniquila. Los hombres del lugar, los
africanos, perciben el tiempo de manera bien diferente. Para ellos, el tiempo
es una categoría mucho más holgada, abierta, elástica y subjetiva. Es el hombre
el que influye sobre la horma del tiempo, sobre su ritmo y su transcurso (por
supuesto, sólo aquel que obra con el visto bueno de los antepasados y los
dioses). El tiempo, incluso, es algo que el hombre puede crear, pues, por
ejemplo, la existencia del tiempo se manifiesta a través de los
acontecimientos, y el hecho de que un acontecimiento se produzca o no, no
depende sino del hombre. Si dos ejércitos no libran batalla, ésta no habrá
tenido lugar (es decir, el tiempo habrá dejado de manifestar su presencia, no
habrá existido).
El tiempo aparece como consecuencia
de nuestros actos y desaparece si lo ignoramos o dejamos de importunarlo. Es
una materia que bajo nuestra influencia siempre puede resucitar, pero que se
sumirá en estado de hibernación, e incluso en la nada, si no le prestamos
nuestra energía. El tiempo es una realidad pasiva y, sobre todo, dependiente
del hombre. Todo lo contrario de la manera de pensar europea. Traducido a la
práctica, eso significa que si vamos a una aldea donde por la tarde debía
celebrarse una reunión y allí no hay nadie, no tiene sentido la pregunta:
«¿Cuándo se celebrará la reunión?» La respuesta se conoce de antemano: «Cuando
acuda la gente.» De modo que el africano que sube a un autobús nunca pregunta
cuándo arrancará, sino que entra, se acomoda en un asiento libre y se sume en
el estado en que pasa gran parte de su vida: en el estado de inerte espera.
-¡Esta gente tiene una capacidad
extraordinaria de espera! -me dijo en una ocasión un inglés que llevaba mucho
tiempo viviendo aquí-. Capacidad, aguante, ¡es un sexto o séptimo sentido! En
alguna parte del mundo fluye y circula una energía misteriosa, la cual, si
viene a buscarnos, si nos llena, nos dará la fuerza para poner en marcha el
tiempo: entonces algo empezará a ocurrir. Sin embargo, mientras una cosa así no
se produzca, hay que esperar; cualquier otro comportamiento será una ilusión o
una quijotada. ¿En qué consiste esa inerte espera? Las personas entran en este
estado conscientes de lo que va a ocurrir; por lo tanto, intentan elegir el
mejor lugar y aposentarse lo más cómodamente posible. A veces unas se tumban,
otras se sientan en el suelo o en una piedra, o se ponen en cuclillas. Dejan de
hablar. El grupo de personas en estado de inerte espera es mudo. No emite
ninguna voz, permanece en silencio. Los músculos se distienden. La silueta se
vuelve lacia, se desmaya y encoge. El cuello se queda rígido y la cabeza deja
de moverse. La persona no mira, no intenta divisar nada, no se muestra curiosa.
A veces tiene los ojos entornados, pero no siempre. Los ojos, por lo general, están
abiertos pero con la mirada ausente, sin brizna de vida. Puesto que he pasado
horas observando multitudes enteras en estado de inerte espera, puedo afirmar
que se sumen en una especie de profundo sueño fisiológico: no comen, no beben,
no orinan. No reaccionan a un sol que abrasa sin piedad ni a las moscas,
voraces y pesadas, que las asedian y se posan sobre sus labios y párpados. ¿Qué
debe de pasar entonces por sus cabezas? Lo ignoro, no tengo la menor idea.
¿Piensan o no? ¿Sueñan? ¿Recuerdan cosas? ¿Hacen planes? ¿Meditan? ¿Permanecen
en el más allá? Difícil de decir.
KAPUSCINSKI, Ryszard . Ebano. 23ªEd.
Barcelona:
Anagrama, 2000. 352 p. ISBN: 9788433925459